miércoles, 19 de diciembre de 2012

Apuntes de la historia


A una década del hito fundacional de la Argentina del Bicentenario
(Primera Parte)


Hace exactamente 11 años el país amanecía conmovido. Una serie de saqueos organizados por el peronismo bonaerense se habían salido de control ante la falta de previsión de un gobierno colapsado e impotente, que mucho menos podría detenerlos o controlarlos, y debido, sobre todo, a la profunda crisis social, política y económica que había provocado una década de profundización del neoliberalismo en la Argentina. La profunda recesión en la que había ingresado el país desde 1998 se había convertido en una crisis económica y social descontrolada en 2001. Durante ese año el Gobierno de la Alianza UCR-Frepaso intentó todo tipo de medidas desesperadas que permitieran salir de la crítica situación sin lograr ningún avance, al tiempo que la exclusión social y la crisis política carcomía el sentido de pertenencia de cada vez más importantes sectores de la sociedad con el orden republicano y constitucional. 

El gobierno de Fernando de la Rúa estaba ante una encrucijada fatal: el modelo económico que había prometido mantener a cambio de humanizarlo –luchando contra la desocupación y la pobreza– y racionalizarlo –acabando con el déficit que provocaba la corrupción, los privilegios de los sectores más concentrados y el desorden de las economías de las provincias–, promesas por la que había ganado las elecciones con el 48,4% ante un peronismo que prometía igualmente lo mismo –pero sin ofrecer certezas de realmente poderlo, ni tampoco de humanizarlo ni mucho menos racionalizarlo–. El discurso “anti-política” del Frepaso había calado hondo en importantes sectores de la sociedad –en especial en los jóvenes y los sectores de clase media, que se habían despolitizado fuertemente en los 90– lo que le había permitido a este grupo peronista escindido a principios de los 90 pasar a disputarle a la UCR su segundo puesto histórico en las grandes urbes –debido a un notable manejo mediático por parte de sus principales figuras políticas a través de interpelar a la “gente común” en el transporte público o convocando a un nueva forma de protesta contra las medidas de ajuste económico: “el cacerolazo”; lo que causó, además, una adhesión importante por parte de varios conductores y periodistas de los principales medios de comunicación a su propuesta de luchar contra la corrupción política manteniendo el modelo económico imperante– hasta forzar al partido centenario a una Alianza electoral por la que ambos partidos demostrarían poco compromiso de mantenerla en el futuro –por ejemplo, en los distritos donde no se precisaban para ganar o donde si perdían juntos el precio para uno era mucho mayor que para el otro, directamente fueron por separado– contribuyó a no generar un partido de gobierno con un mínimo de organización interna y una justificación para que los votantes sintieran muy poco compromiso –sobre todo cuando la Alianza UCR-Frepaso se mostró incapaz de liberarse de algunas prácticas propias de lo que ellos llamaban la “vieja política”, que supuestamente venían a clausurar definitivamente–.

A esto debemos sumarle cuatro factores importantes: 
  • La presión de los grupos económicos concentrados que apoyaron el sostenimiento de la convertibilidad a rajatabla –incluso los grupos industriales, que si bien estaban perjudicados por el retraso cambiario que los hacía menos competitivos, recibían alguna compensaciones como subsidios, promociones de sus exportaciones, una sobrevaluación de sus activos debido a la dolarización de la economía –que les permitía, en el peor de los casos, venderle a los gigantes trasnacionales sus empresas a buen precio, como lo hicieron Bagley, Terrabusi, Quilmes, Loma Negra, etc.– y porque la mayoría estaban tan diversificados que las pérdidas en el sector industrial más que las compensaban en el sector financiero, que era la niña mimada del modelo.
  • Una concatenación de crisis económicas mundiales que afectaron principalmente a las economías emergentes –Tequila/México (1995); Sudeste Asiático (1998), Caipirinha/Brasil (1999), Vodka/Rusia (2000), Turquía (2001)–, que estaban conformando un cambio de paradigma en los países centrales en cuanto a la tolerancia con el endeudamiento creciente y los continuos incumplimientos de los países en vía de desarrollo; sumada a un derrumbe del precio de los commodities y las inamovibles medidas proteccionistas de la Unión Europea y Estados Unidos, que afectaba a las exportaciones del complejo agro-industrial; y sumados al retraso cambiario que le quitaba competitividad externa al sector industrial –que competía con monstruos trasnacionales que radicaban sus plantas en donde pudieran pagar lo mínimo (o incluso tener trabajadores esclavos) o con el poderoso complejo industrial chino–, enrostraban cruelmente a la Argentina que su militancia neoliberal y pro-apertura de los mercados, no la ponían a salvo de los ciclos críticos del sistema financiero mundial, las corridas de las corrientes de capital especulativo y los firmes límites al mercado libre que interponía la geopolítica mundial.   
  • Un peronismo en la oposición que aprovechando el discurso de la Alianza de que el ex presidente Carlos Menem era prácticamente el culpable de todo podía desembarazarse de su molesta imagen –sobre todo una vez que fue en preso por un caso de contrabando de armas del Ejército Argentino a Ecuador y Croacia durante su mandato– recuperaba algo de su discurso nacionalista y populista al tiempo que mantenía un cerrojo parlamentario impasable –si bien la Alianza tenía la primera mayoría en Diputados, estaba lejos del quórum propio; mientras que en el Senado el peronismo mantenía desde 1983 su inconmovible mayoría–. Los fracasos del gobierno en detener el derrumbe económico más su triunfo en las Legislativas de 2001 –en realidad fueron los menos derrotados, ante el arrollador fenómeno del “voto bronca”–, había convencido a importantes sectores del peronismo –el duhaldismo, en particular– que no había que esperar a las siguientes elecciones presidenciales de 2003 ante un gobierno que se derrumbaba irremediablemente.
  • El surgimiento, durante la segunda mitad de los años 90 de un fenómeno novedoso en los sectores excluidos y desocupados alrededor de organizaciones sociales que no tenían una definida filiación política partidaria, que se manifestaban en forma de piquetes en las rutas o de ruidosas protestas ante las casas de gobierno de las provincias o palacios municipales de las localidades, primero del Interior –en particular, en las localidades donde la privatización de YPF había provocado verdaderos pueblos fantasmas, como en Cutral-Co o Tartagal–, pero rápidamente trasladado a los bolsones de pobreza de los grandes centros urbanos –donde empezaron a competir mano a mano con los punteros peronistas que, desde la vuelta a la democracia, habían sido los únicos operadores políticos en esos sectores sociales–. Los movimientos piqueteros pedían soluciones puntuales de asistencia social y financiamiento estatal de sus organizaciones a cambio de rehabilitar el tránsito o retirar el desfile de pobres del centro de las ciudades. Se habían visto obligados a volverse más agresivos discursivamente, y armarse con palos y capuchas porque rápidamente habían sido reprimidos duramente con saldo de varios muertos –mártires que le darían nombre a las agrupaciones más numerosas– y heridos.


El caótico gobierno de la Alianza

Las elecciones presidenciales de 1999 dieron el triunfo a De la Rúa, un radical liberal, antiguo balbinista, que venía de ser proclamado Jefe de gobierno porteño –el primero de la historia, luego que de que se aprobara la autonomización de la Capital Federal–,  acompañado por Carlos “Chacho” Álvarez, el carismático líder del Frepaso, por sobre la fórmula Eduardo Duhalde-Ramón “Palito” Ortega –el saliente gobernador bonaerense, desprestigiado por la crisis de inseguridad de su provincia y por acusaciones de tener ciertos contactos sospechosos con el narcotráfico; y un ex cantante popular, que hizo fáciles las cosas a la oposición al mostrarlo como ejemplo de la “farandulización” de la política en que había incurrido el peronismo durante la década de Menem–. 

Las bases de la Alianza UCR-Frpaso fueron, en primer lugar, erradicar la corrupción para garantizar el gobierno transparente –promesa a la que le dieron un poder casi mágico respecto a que el nuevo gobierno tendría muchos más fondos para redistribuir–, independizar la Justicia y priorizar los debates Parlamentarios –para diferenciarse de la Corte de la “mayoría automática” y la política de los “decretazos”, que escandalizaban a la clase media urbana–, y mantener el uno a uno introduciendo ciertas reformas el modelo económico que dieran solución los problemas sociales acuciantes.

“La convicción de mantener “a toda costa” la Convertibilidad [suponía para el nuevo gobierno] los medios para asegurarse un mínimo de control de la situación, y aún tener chances de concretar cambios en otros terrenos, dependían de este resorte último de gobernabilidad. Complementariamente, el trámite  parlamentario necesario para salir de ella volvía en la práctica imposible (con la Alianza aún más que con Menem) si quiera plantearlo, dada la previsible eficacia de los bloqueos que dispararía en las cámaras y tribunales, las reacciones inmediatas que ello tendría sobre los otros actores económicos, disparando una fuga de capitales que sólo podría detener la completa dolarización de la economía, y la consecuente condena de una opinión convencida de las virtudes del cambio fijo. De la Rúa y Álvarez no albergaron duda alguna, por tanto, en cuanto a que la única opción a su alcance que tenían era forzar la marcha por el desértico valle de la deflación y el ajuste, y apretaron los dientes.”

(Marcos Novaro, 2009 : 556-557)    

El estilo del nuevo presidente, parsimonioso y poco dinámico, no contribuía a generar el entusiasmo necesario para hacer frente a esas dificultades. Y desde su asunción, el 10 de diciembre de 1999, el anuncio de medidas para cortar el gasto público generalizó el clima de pesimismo de la población. Distintos integrantes de la Alianza cuestionaban, además, la influencia que ejercían en De la Rúa los miembros de su entorno de colaboradores, entre los cuales se destacaban sus hijos y un grupo de jóvenes muy vinculados a los círculos financieros. En el seno de la Alianza existían, además, diferentes posiciones en relación con temas relevantes como la situación de las empresas privatizadas, el grado de apertura de la economía y los cambios en el plano judicial.

De la Rúa intentó modificar el funcionamiento de las AFJP para flexibilizar el menú de inversiones. Esta medida era importante porque el Estado requería colocar nuevos bonos para refinanciar los vencimientos de la deuda externa. Cuando la iniciativa se estancó en el Congreso por el rechazo de un sector importante del propio radicalismo, encabezado por Leopoldo Moreu, recurrió a un “decretazo”. No obstante, toda esa situación generó un profundo desgaste en la Alianza y la necesidad del presidente de estrechar vínculos con el partido de Domingo Cavallo (Acción por la República) y los legisladores de los partidos provinciales.

Por otra parte, el gobierno trató de recuperar el manejo de los fondos de las prestaciones especiales que Menem se lo había dado por decreto a las obras sociales sindicales y profundizar las reformas en ese sector. Como no pudo hacerlo por la vía legislativa tuvo que recurrir a dos decretos, que le enajenaron el apoyo de los sindicalistas que integraban la coalición y propiciaron la reunificación del sindicalismo peronista tras una década de división. Si bien esta era una de las exigencias de los organismos internacionales de crédito para seguir financiando el déficit fiscal y los acuciantes vencimientos de la deuda externa, la inexistencia de apoyos concretos dentro de la coalición gobernante y entre los distintos actores sociales que la habían impulsado, fueron socavando la imagen de un gobierno que pronto acusó un desgaste inusitado para el poco tiempo que llevaba en funciones.

Otra de las exigencias para la renegociación de los créditos internacionales era la reforma laboral, que Menem había podido “gambetear” durante sus dos últimos años de gobierno –y que Duhalde se la propusiera a De la Rúa y Álvarez antes de las elecciones presidenciales para que el nuevo gobierno no debiera pegar el costo político de la medida impopular, pero éstos se negaron a aceptar por miedo a perder la elección presidencial por pactar con su principal contrincante–. El je de la propuesta era que esta flexibilización facilitaría la contratación de personal nuevo para las empresas y disminuiría la desocupación. La Ley proponía nuevas formas de empleo temporario o bajo contrato, aumentaba el periodo de prueba a seis meses, reducía las cargas sociales y descentralizaba los convenios colectivos –que podrían ser, desde entonces, por empresa y hasta por planta–. A pesar de la fuerte oposición de la reunificada CGT, encabezada por el líder caminero Hugo Moyano, la ley se aprobó en diputados a pesar de la oposición justicialista –fue vital el apoyo de APR de Cavallo–. Fuera del recinto, manifestaciones fueron duramente reprimidas con un saldo de 27 heridos y 43 detenidos. El 27 de abril de 2000 la ley fue sancionada en el Senado.

Meses más tarde, el senador peronista Antonio Cafiero confirmó una sospecha que venían investigando varios medios –en particular el diario La Nación– de que la ley había sido aprobada a cambio del pago de sobornos a senadores de su bancada. El escándalo fue creciendo con el correr de los días, a medida que los medios de comunicación comenzaban a hacer escandalosas revelaciones. El vicepresidente “Chacho” Álvarez ante el desprestigio que le provocaba al gobierno esa acusación por corrupción exigió al presidente públicamente una investigación “a fondo” y que desplazase a todos los funcionarios sospechados de estar implicados. Ante el escandaloso regaño público por parte de su compañero de fórmula, el presidente ignoró su reclamo e hizo oídos sordos a sus exigencias, obligando a “Chacho” a hacer un teatral acto de renunciamiento que hirió de muerte a la coalición –a pesar de que el líder del Frepaso, les exigió a sus compañeros mantener sus cargos en el gobierno nacional–.

Mientras tanto el rumbo económico que había impuesto el ministro de Economía José Luis Machinea, se orientó de acuerdo con recetas ortodoxas, pero sin incurrir en un shock, –como había propuesto Ricardo López Murphy, el otro candidato a ocupar la cartera de hacienda–,  sino en un larguísimo expediente  de medidas de ajuste progresivo. A pesar de que buscó reducir el déficit fiscal proyectado por el presupuesto aprobado por el gobierno saliente de 11.000 millones a 5.000 millones de pesos/dólares, no encontró ningún apoyo de las provincias, y tuvo que afrontar el Estado nacional los mayores rigores al tiempo que impulsó un aumento de los impuestos y redujo los salarios del sector público, generando un fuerte rechazo de los sindicatos estatales, que formaban parte de la base social de la Alianza. La tercera ronda de ajustes vendría de la mano del acuerdo con el FMI denominado “Blindaje Financiero”, consistente en una refinanciación de deudas por 25.000 millones de dólares a cambio de nuevas reformas estructurales: total privatización del sistema previsional, pacto fiscal con las provincias y el congelamiento de los gastos públicos por cinco años. Ninguna de esas medidas favoreció la confianza de los inversores ni logró una mayor recaudación. Por el contrario, a cada ajuste le siguió una nueva caída del consumo y de los ingresos fiscales, reciclando la espiral recesiva. En esas condiciones el ministro Machinea se quedó sin margen de maniobra y debió renunciar en marzo de 2001.  

De la Rúa nombró como nuevo ministro de Economía a López Murphy –el que él quería desde un principio, pero sus aliados se negaron a aceptar–, pero el rechazo generalizado al brutal shock económico anunciado por éste lo llevaron a renunciar de inmediato. Para remplazarlo “Chacho” Álvarez –que estaba de regreso, pero como operador político– convenció al presidente de poner al frente al “padre de la criatura”.

Aunque el nombramiento de Cavallo lograría frenar la fuga de capitales de los grupos concentrados locales, a mediados de 2001 el crédito internacional se cerró para la Argentina. Como respuesta, Cavallo anunció un nuevo ajuste, el plan "Déficit Cero", que exigía a la Nación y a las provincias gastar sólo lo que podían recaudar. Tomando en cuenta que bajo la Ley de Convertibilidad se aceptaba un déficit de 4.500 millones de pesos/dólares, la exigencia de una drástica reducción estaba llamada a paralizar la economía y, finalmente, destinada al fracaso. La estrategia consistía en provocar una “hiperrecesión” para recuperar en control de la divisa, impulsando una baja de los precios y los salarios por la vía deflacionaria para asegurar los vencimientos externos, evitando caer en default. Sin embargo el enfriamiento de la economía provocó una nueva fuga de capitales. Los sectores más poderosos del mercado no estaban dispuestos a cederles divisas a un gobierno en decadencia y sin rumbo, y profundizaron la desmonetización de la economía argentina. Un último “manotazo de ahogado” se ensayó con el “Magacanje”, un acuerdo financiero para extender los plazos de los vencimientos de la deuda pública. Sin embargo, la falta de crédito agravó y generalizó la fuga de capitales, ahora espantados ante un Cavallo que intentaba medidas claramente heterodoxas. 

Finalmente, Cavallo se vio obligado a detener forzosamente el retiro de dinero y estableció lo que se conoció como “Corralito”. Así impidió la extracción de dinero de cuentas bancarias. La Convertibilidad, que se había impuesto casi como parte del orden natural para los argentinos, tenía los días contados. Ahora faltaba saber quién se haría cargo de “ponerle el cascabel” al gato y hacerse cargo de las impredecibles consecuencias que podía traer aparejado romper el modelo y abrir una auténtica caja de pandora.

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