Yo quiero ser
La Jefa quiere que el país de los Elefantes –reales, artificiales, de humo– tenga una estructura política bipartidista igual que el gran país de América del Norte, pero a muchos de sus seguidores de la corriente nacional de incondicionales los encandila el modelo chavista, y más desde su impresionante triunfo del mes pasado ante la esperanza blanca de la oligarquía venezolana y la CIA –y de algunos lamentables elementos de la derecha política argentina–.
La crisis política de 2001-2002 hizo estallar por los aires el sistema político del siglo XX. Con todas las salvedades del caso, desde que el Coronel llenara la Plaza de obreros en 1945, siempre se alternaron en las presidencias constitucionales su partido y los radichetas, sin que el sistema político dejara de ser multipartidista.
Muchos pensadores creyeron encontrar el bipartidismo que condujera a la estabilización hacia un sistema bipartidista presidencialista con esencia republicana similar al norteamericano, pero el catastrófico fracaso de la alianza entre radicales, frepasistas –en esencia peronistas, pero opositores al Riojano más Famoso– y algunos progres sin pertenencia partida, hizo saltar por los aires toda la política criolla.
Es cierto que se hicieron cargo de un incendio que no habían iniciado, pero se habían demostrado incapaces no sólo de apagarlo, sino de no quemarse ellos mismos. Puestos en el poder porque garantizaron la continuidad del uno a uno mucho más obstinadamente que los padres de la criatura, los peronistas que acompañaron al Riojano –es cierto, muchos ya se habían “abierto de piernas” durante su declinación a partir de 2007, y comenzaban a mostrarse críticos del neoliberalismo, cundo habían apoyado la mayor parte del menemato y hasta se habían enriquecido personalmente con él, demostrando que el Turco más que seguidores, había criado cuervos– demostraron una incapacidad de gestión brutal –en la que colaboró el peronismo opositor que puso todas las culpas en el presidente saliente de la derrota y se abroqueló en una oposición tenaz, tal como había pasado después del 83 cuando le echaron la culpa de todo a la quema del cajón y empezaron a ponerle palos, piedras, clavos miguelito, minas antipersona y toda clase de obstáculos a Don Raúl, el padre de la democracia de baja intensidad–.
El peronismo fue el único partido sobreviviente y se demostró como el único capaz de pelotear tormentas (generadas), pero al costo de volverse el partido único de los pobres de un país donde casi todos eran pobres, sin más oposición que su faccionalismo desatado hasta el paroxismo en ese acto del microestadio de Lanús donde el Cabezón de Banfield descubrió que no sólo nadie quería ser su delfín político, sino que había más caciques que indios en su partido, que transformaría la elección de 2003 en una auténtica interna abierta entre los líderes peronistas y algunos opositores invitados para mantener las formas legales.
Al final el Cabezón también resultó criador de cuervos, y el que debía ser su delfín se convirtió en la principal figura política argentina de la primera década del siglo XXI. Luego de derrotar al banfileño en el duelo de las primeras damas, Él, el Pingüino Santacruceño como se lo conocía entonces, se adueñó de la estructura formal del partido peronista y abandonó el discurso transversalista del primer año y medio, que no pasó de ser comida para loros.
Pero el fracaso de la 125 y de las legislativas de 2009 –con el bochorno de las listas testimoniales–obligó al pingüinismo a replantear la estrategia, sentía que los peronistas volvieran a “abrir de gambas” como hicieron en el último año y medio del gobierno del Riojano más Famoso y reflotó la idea de una coalición Ladriprogresista, donde el peronismo sea una parte, ni siquiera la principal. Coadyuvó a su propósito, paradójicamente, su paso al más allá, que lo convirtió en mito, mártir, símbolo y líder inmortal del Ladriprogresismo.
La primera dama del doble comando Casa Rosada-Puerto Madero sorprendió a propios y extraños y rápidamente se convirtió en La Jefa indiscutida del movimiento Nac&Pop, al que llevó a una victoria electoral que también sorprendió a propios y extraños. Y como el Poder no se detenta, se ejerce; en la vida real la victoria da todos los derechos –y cuando más absoluta, más absolutos son esos derechos–.
El Ladriprogresismo se ha convertido lentamente en un Cristinismo, discursivamente mucho más progresista, con una apuesta fuerte por el armado propio con jóvenes reclutados al costado del partido peronista que no sólo se acomodaron en los mejores puestos de las listas de candidatos sino que se fueron acomodando en los lugares más estratégicos del organigrama estatal. Los cristinistas han desplazado a muchos socios del peronismo y una parte de la burocracia sindical. La corriente nacional de incondicionales no sólo son más oídos y consultados a la hora de tomar decisiones, sino que ocupan un lugar más eminente en el campo comunicativo y simbólico del Cristinismo, que intenta poner al peronismo como un socio más, todavía mayoritario –los gobernadores del Interior y los intendentes del Conurbano mantienen el poder que les da la territorialidad, vital en un partido de pobres–.
Pero no se detiene ahí el reformismo de La Jefa que le pide a la oposición política que arme un partido político y le gane elecciones al suyo. Varios voceros del Cristinismo dicen lo mismo en cuanta oportunidad tienen. En los medios de comunicación oficialistas y oficiosos se repite hasta el cansancio la caricatura de los líderes opositores a los que se los agrupa en una bolsa de gatos a la que llaman “la derecha”.
Obvio que el comportamiento lamentable de algunos opositores es funcional a los deseos de los critinistas. Lo mismo que los caceroleros alocados que amenazan el jueves volver a hacerse oír. El agotamiento de la relación con la clase media –en la que el Gobierno ha decidido descargar el mayor peso del ajuste eufemísticamente llamado "sintonía fina" por considerarla mayoritariamente opositora y por enunciar un discurso clasista muy reivindicatorio de las clases populares propio del peronismo de izquierda, pero extemporáneo en una sociedad neoliberal e hipócrita porque es utilizado por políticos y funcionarios, la mayoría de ellos auténticos millonarios– ha llevado a una serie de manifestaciones masivas de la clase media sugestivamente "autoconvocadas" por verdaderos "programadores de la espontaneidad" que utilizan el discurso "antipolítica" como única referencia. Por eso se conforma un estrafalario conglomerado donde aparecen elementos de la más rancia derecha golpista junto con personas educadas que sienten que las mentiras del Gobierno son una ofensa a la inteligencia que ni en sueños quieren deponer a Cristina. Pero al contrario de los que sus funcionarios y comunicadores dicen y de lo que los caceroleros creen, estas demostraciones no debilitan a la presidenta sino la fortalecen, simplemente porque nada se puede construir desde el odio. Son funcionales al bipartidismo a la estadounidense que los cristinistas añoran (que hasta quisieron copiar el sistema de primarias del país del norte).
Un sistema bipartidista favorece la aparición de dos coaliciones políticas (por lo general antagónicas en el espectro político) para generar la exclusión de las minorías políticas, sucediendo en todas las elecciones que uno de ellos alcanza el gobierno de la nación y el otro ocupa el segundo lugar en las preferencias de voto, pasando a ser la oposición oficial al gobierno. Sus defensores argumentan que genera una estabilidad política al excluir sectores extremistas que podrían alcanzar una representación parlamentaria o presidencial. Por el contrario, sus detractores argumentan que el hecho de que excluye a estas minorías es antidemocrático.
No es casual que sea Estado Unidos el modelo más acabado de un bipartidismo republicano. Allí los dos partidos son auténticos frentes –uno más progresistas, el otro más conservador– pero que reúnen todo tipo de intereses –incluso contradictorios–, desde el Gran Capital hasta los trabajadores, desde grupos de libre pensadores hasta corrientes reaccionarias.
Otro punto de contacto es que los dos partidos se declaran nacionales y exentos de divergencias clasistas. Muchos ideólogos del bipartidismo aseguran que es la mejor manera de contener a los extremismos de derecha e izquierda, y evitar golpes de estado y/o revoluciones. Muchos críticos sostienen que este sistema oculta que los partidos se convierten en portavoces de la burguesía desmovilizando a las masas –privándolas de representación y de toda posibilidad de participación– y estableciendo políticas de estado estables que garantizan la tan preciada “seguridad jurídica” que demanda el Gran Capital. Como es imposible para cualquier partido burgués presentarse a si mismo ante el electorado como tal –los explotadores constituyen sólo un pequeño fragmento de toda la nación; sus intereses están en constante conflicto con los de las masas trabajadoras, lo que genera antagonismo de clase en todo momento, por lo que ellos pueden conquistar el poder y mantenerlo sólo a través del ejercicio del fraude, el engaño, y, si es necesario, la fuerza– sus representantes políticos en un estado democrático, por lo tanto, son obligados a hacerse pasar por servidores de la gente y a enmascarar sus verdaderas intenciones detrás de promesas vacías y frases mentirosas. Las acciones oficiales de estos empleados niegan sus pretensiones democráticas una y otra vez. Oportunismo, demagogia, estafas y traición son los puntos centrales de los partidos burgueses. Dado que más tarde o más temprano las masas descubren la traición y se vuelven contra el partido que han colocado en el poder, la clase dominante debe tener una organización política de reserva para salvar la brecha. De ahí la necesidad de un sistema político con dos partidos.
De ahí que se generó un sistema de primarias simultáneas eliminatorias en un país con sistema multipartidario –es cierto en lo formal– por lo que terminó convirtiéndose en una pre primera vuelta de la elección, ya que cada partido presentó listas definitivas. Incluso las facciones del propio oficialismo decidieron evitar la interna partidaria, y se enfocaron en pasar el mínimo para poder participar.
Justo de ahí se agarran algunos de los seguidores de La Jefa, que envalentonados con la aplastante victoria del comandante venezolano, prefieren construir un sistema de partido de pobres hegemónico a la latinoamericana, basado en el populismo plebiscitario, sin alternancia política y con un liderazgo vertical bien definido. Y donde, manteniendo la territorialidad y la movilización rentada de pobres, el partido tenga una importante cuota de poder insurreccional en el caso de estar en la oposición si aparece una “esperanza blanca” de las clases medias –cualquier similitud con 1989 y 2001 es mera coincidencia–.
La mayoría de los referentes de la oposición política también prefieren el segundo esquema. La “opo” se destaca como un conjunto de defensores del republicanismo y las garantías constitucionales, pero discursivamente muy tiernos –ideales para jugar al truco–. Comparten con el Ladriprogresismo la lógica del orden político, económico y social neoliberal impuesto desde la última dictadura. Como señala el historiado Alfredo Pucciarelli*, desde su recuperación en 1983, la democracia ha entrado en un inexorable ciclo involutivo que la ha convertido en “una extensa red de complicidades corporativas intra y paraestatales destinadas a legitimar, conservar y amplificar las estructuras de poder que este proceso ha ido creando”. Terminamos el post con otra cita de Pucciarelli*:
“Aún más, si le asignamos la importancia que ahora tienen la brutal expansión de las redes clientelares y su contraparte, la consolidación territorial de un poderoso estamento de punteros políticos institucionales en las principales regiones del país, podemos agregar un nuevo rasgo: la democracia no sólo administra y promueve la decadencia, sino que se alimenta de ella. Para sobrevivir conservando sus actuales características, el sistema político partidario de base electoral, que se reconstruyó en la década de 1980 para promover los cambios que la mayoría de la sociedad le reclamaba, se ha vuelto conservador; necesita asegurarse, asegurando su reproducción.”
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* A. Pucciarelli, “Los años de Alfonsín. ¿El poder de la democracia o la democracia del poder?" Buenos Aires. Siglo XXI. 2006. Pag. 7.
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