Las mentiras que dejó el cacerolazo
Desde la utilización de algún argumento económico justificaba la denigración o el apoyo de lo que sucedía: del “no tienen memoria de cómo estábamos en 2001” al “el Gobierno al mismo tiempo que aumenta la presión fiscal, no detiene la inflación y no permite ahorrar en divisas”. De algún argumento institucional-republicano: del “ellos quieren un golpe civil” al “ellos quieren reformar la constitución sólo para eternizarse”. Al argumento sociológico-clasista: del “ellos representan a la oligarquía explotadora y a la clase media tilinga” al “los negros están por el pancho y la coca, y los más acomodados que están con ellos, están por la prebenda y el acomodo”. Hasta el argumento geopolítico, para los más avezados: del “ellos quieren que el país lo dominen Estados Unidos y el FMI” al “ellos nos quieren convertir en Venezuela o Cuba”. El que le interesa la cuestión de los medios agregará del “a vos te lava la cabeza Clarín, La Nación y toda la prensa gorila” al “vos te comés la píldora de 678 y todos los medios oficialista”. Y los que tienen más años irán del “ellos quieren volver a los 90 con el Turco y, peor aún, la Dictadura de Videla” al “ellos quieren volver a los 70 con los Montoneros”. En el microclima de las redes sociales estalló la polémica “caceroludos tilingos vs. militantes pagos”, en una competencia por el mayor ingenio a la hora de la chicana y la descalificación, y de cómo eludir el debate con argumentos.
Pero el hecho es que en menos de un año de su reelección por una mayoría rotunda –que se volvió aplastante ante una oposición fragmentaria que no superó la crisis 2000-2002– el Gobierno tuvo que presenciar una serie de marchas de protesta en su contra que se hicieron cada vez más masivas. Y lo peor, es que las une el discurso antipolítica ante la falta de un personalismo fuerte –como el de la presidenta Cristina Fernández– los represente.
Como decíamos día antes, la protesta como está planteada fortalece al Gobierno nacional porque le da la centralidad como árbitro absoluto de todas las cuestiones políticas, económicas y sociales. Desconoce no sólo a los otros poderes, sino al resto de los opositores a menos que demuestren ser una opción de poder al Ejecutivo. Por eso los comunicadores oficiales y oficiosos del Gobierno salieron a provocar a los caceroleros en las horas previas y a descalificarlos totalmente después, porque le confieren la centralidad absoluta a un Gobierno que por mala praxis propia y por una lucha sorda por la sucesión de un gobierno que es un "pato rengo" se ha debilitado ostensiblemente.
La oposición demuestra su incapacidad y vacío absoluto de ideas al compartir el discurso de darle centralidad al Gobierno y darle importancia al cacerolazo, que creen, estúpidamente, que es a su favor. Parecen ensimismados en la tradición política de argentina de la alternancia por derrumbe, esperando la caída mágica del kirchnerismo, en lugar de proponer el plan a seguir en el "poskirchnerismo" –que lo más probable es que no existe–.
El Gobierno también hace gala de una improvisación constante, que alarma a gran parte de la opinión pública y, lo más peligroso, a cualquier posible inversor. Las medidas sobre el dólar, la "estatización" parcial de YPF, el control sobre las inversiones de las compañías de seguro y sobre las acciones en bolsa son sólo algunos ejemplos de medidas que pueden ser acertadas pero desacertadas, pero que decididas de un día para el otro, sin comunicación previa ni consulta con los interesadas, parecen más manotazos "a la bartola" ante un escenario de crisis económica.
Pero el hecho es que a 10 años de la peor crisis económica y política desde 1930, se ha superado el primer aspecto –sin hacer realmente mucho, sino más bien aprovechando un cambio de 180° en los términos de intercambio del pacto neocolonial que convirtió nuevamente en una alternativa el desarrollo exogenerado, pero con sus límites–, pero no se ha logrado salir de la segunda. Con los riesgos que conlleva a una escalada de violencia y faccionalismo, sobre todo cuando el contexto económico no acompaña. No se debate, sino que se busca agredir, ofender, lastimar y denigrar al otro.
Lo que une al recalcitrante Anti-K que anoche salió a cacerolear y el ferviente K que salió a defenderse en las redes sociales es una consecuencia directa de la crisis política de 2000-2003 que hizo estallar los partidos políticos tradicionales en mil pedazos, son los rasgos más negativos de la tradición política argentina: el faccionalismo, el personalismo y la falta de debate ideológico.
De un lado está el líder y –no sólo– nadie más –sino también, nada más–, y del otro la falta de un líder político –capaz de capitalizar el movimiento de opositores al Gobierno–. Porque hoy la oposición aparece desmovilizada, fragmentada e incapaz de representar a los que están disconformes con el gobierno, que buscan lo mismo que tienen los K: un líder.
La misma debilidad es caldo de cultivo del faccionalismo y la violencia –sea por la adoración a un líder incapaz de crear en el seno de su movimiento una sucesión institucionalizada, sea por la incapacidad de encontrar un intérprete válido y un conductor de esa disconformidad–. El que está en el ejercicio del poder se impone –y, si es necesario, abusa de él–; y el opositor desestabiliza –y si se dan las condiciones, complota–.
La idea de que todo aquel que opina distinto es un enemigo es un camino peligroso y un juego de suma cero. La gente ya no se anima a debatir o hablar sobre política, porque se termina discutiendo acaloradamente sobre consignas vacías que no paran de la chicana barata. Y los muy convencidos de uno de los relatos, enseguida encasillan al que piensa distinto en el otro bando. No importa escucharlo, lo importante es ponerle el rótulo; y describirlo según un estereotipo.
El amigo es visto como un comprometido con la realidad, un militante y luchador de la causa. Y el enemigo es visto como un mercenario o, en el mejor de los casos, como un estúpido manipulado. Entre los dos bandos, sólo ven tierra de nadie como en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. No hay términos medios ni lugar para los débiles. Todo o nada.
Es entendible y hasta racional que el oficialista rabioso esté muy firme en lo que opina: está el recuerdo de 2001-2002 y la recuperación económica brutal de los últimos 10 años, están las consignas que el Gobierno rescató y se las apropió –derechos humanos, peronismo, militancia juvenil, etc–, está cierto revanchismo social hábilmente manipulado desde el aparato comunicacional oficial que ha armado enemigos circunstanciales –la vieja oligarquía terrateniente, el imperialismo norteamericano, las corporaciones, etc–.
El opositor rabioso también tiene sus razones para horrorizarse más y más: el populismo sin objetivos claros ni planes a largo plazo –improvisaciones, contradicciones, cambios de reglas constantes–; el discurso de que por poseer la mayoría se puede imponer sin restricciones –lo que produce avances sobre las instituciones o la libertad de prensa al borde de lo legal–; y que el Gobierno se haga el disimulado con los casos de corrupción de sus funcionarios a los que, al contrario, defiende a capa y espada.
Un fanático K ve cómo estaba él y el país hace diez años y se ve ahora y tiene motivos sobrados para seguir creyendo. Un opositor rabioso ve a la presidenta dar cadenas nacionales a diario pero no responder preguntas puntuales, ver que estallan casos de corrupción y no pasa nada, y que mucho de lo que dice el Gobierno en sus discursos y comunicaciones no es verdad y se pone de la cabeza.
Esto se profundiza con la falta de un debate ideológico real, que en nuestro país es remplazado por la disputa de consignas vacías y de carácter claramente electoralista. Eso permite que muchos de los que votan a Mauricio Macri a los dos meses voten a Cristina Fernández sin ponerse colorados. Es más, muchos de los que ayer salieron a tañer sus cacerolas, no tenían una de teflón o de marca y habían votado al oficialismo en octubre. Y muchos de esos nunca apoyaron al Menemismo ni se fueron a Miami, y sí muchos de los que hoy defienden “el modelo” sí lo hicieron.
Eso permite que se enarbolen adefesios ideológicos de uno y de otro lado: del “corruptos, son todos chorrros, narcos, etc., o ¡es una diKtadura!” al “si siempre los gobiernos ocultaron los índices que no los favorecían, o es inevitable que haya algún que otro chorro, lo importante es lo que el gobierno hace”; del “defiendo la constitución al mismo tiempo que canto que se vayan todos…” al “la oposición es destituyente, los cacerolazos son un golpe de estado motorizado por Moyano –que no hace mucho, era un aliado–, Magnetto –otro ex aliado– y Pando”.
Para los que pensamos distinto, esta sorda guerra en la derecha –de momento sólo discursiva– debe representar una oportunidad para proponer un modelo de desarrollo que no sea la profundización del modelo primario-exportador, atrasado, dependiente y deforme que –en su versión más populista o en la más liberal– que es el único posible tanto para el gobierno como para casi toda la oposición. Para los que no queremos entrar en el ruido, debemos salir de los microclimas, esquivar las agresiones, no entrar en generalizaciones u operaciones, y denunciar las mentiras que trata de tapar el cacerolazo, que es lo que une a los K y los anti-K: capitalismo, neocolonialismo, falta de debate ideológico e injusticia social.
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