sábado, 25 de mayo de 2013

Semana 21

La primera decena

Resumir en una sola entrada 10 años de historia, de recuerdos personales vividos en primera persona y que nos condicionan —y me condicionan— y de los que es imposible separarnos y poder tener una visión auténticamente —y francamente— “objetiva” —o que tan sólo pretenda serlo, aunque sea parcialmente—. Por lo que cualquier recorte es absolutamente caprichoso y arbitrario. Por eso admito desde ya cualquier crítica sobre lo que diga o no diga; y que cualquier otro que haga el mismo intento, seguramente arribará a otras conclusiones. Pero el hecho es que hoy se cumplen diez años del proceso político que nos sigue dominando y condicionando hasta el día de hoy. Con una inédita continuidad administrativa e institucional, y con una espectacular capacidad para construir un relato que le da una unidad ideológica y hasta de proyección más o menos racional, que consumen apologistas y hasta toman muchos de sus detractores. 


Vamos a empezar por lo indiscutible. Y lo indiscutible es que el país creció, y creció muchísimo. El PBI ha crecido en forma ininterrumpida. Durante los primeros años lo hizo a “tasas chinas” de alrededor del ocho o nueve por ciento. Indiscutible porque es una condición necesaria para todo lo otro: el crecimiento y el desarrollo de la economía del país. Pero si el crecimiento económico es indiscutible. Ahora sí, se puede polemizar bajo qué circunstancias y con qué características ocurrió ese crecimiento. Podemos discutir sobre qué tipo de crecimiento se tuvo. Porque después de diez años de crecimiento ininterrumpido y muy fuerte en la mayor parte del periodo, la estructura económica del país, la bendita matriz económica y de acumulación sigue siendo básicamente la misma que hace cinco años, y que hace cien, y que hace doscientos. La Argentina no está ni en camino siquiera de dejar de ser una economía capitalista atrasada, dependiente y sumamente deformada.  Por supuesto que produce ahora mucho más que hace una década. Pero mucho más de lo mismo. La concentración de la economía sigue siendo elevadísima. Cada sector de la producción y la comercialización sigue en manos de los grandes grupos concentrados locales y transnacionales que hicieron su agosto en los noventa. En efecto, el grado de extranjerización de la economía no ha dejado de aumentar.        

En lo político, la primera gran medida positiva fue, sin lugar a dudas, la constitución de una nueva Corte Suprema con magistrados prestigiosos, independientes del poder político de turno y que reunieron un gran consenso político. Casi en simultáneo, el segundo gran suceso que marcó una nueva era fue que por primera vez el Estado asumiera como política propia la plena condena de los crímenes de lesa humanidad de la dictadura genocida de 1976 a 1983. El gobierno nacional se animó a romper el pacto de impunidad en que se había basado la sobrevivencia de la democracia en los 80, cuando aún los factores del poder económico no estaban del todo convencidos en sostener esa forma de gobierno y había un partido militar  —residual, es cierto, pero— que podía tener algún general o coronel con pretensiones de pasar a la historia.  Los dinosaurios convertidos en una gerontocracia inofensiva, anacrónica e indefensa; pagaron —al fin— el precio de su completa derrota política y moral: condenados por la sociedad entera, comenzaron a pagar con la condena judicial con todas las garantías legales y constitucionales que negaron a miles. Pero es innegable que es una Justicia que llega tarde y que sólo alcanza a los que perdieron todo el poder que alguna vez detentaron. En los 90, los factores del poder económico consiguieron concentrarse en un solo proyecto político y social, y que la clase política en pleno lo admitiera como propio —obvio, con algunas cosméticas diferencias—; y el partido militar se desintegró junto con el poder del ejército y el envejecimiento de casi todos sus partidarios. Todos se reciclaron en 30 años, y ahora utilizan los reclamos de Justicia por los que durante años miles reclamaron ante el silencio y la indiferencia de millones, como una “Política de Derechos Humanos”, donde no importa que las fuerzas de seguridad sigan reprimiendo y utilizando las mismas tácticas; los mismos empresarios, jerarcas de la Iglesia y trasnacionales sigan al lado del Poder de turno —salvo alguna que otra ex novia despechada—; donde no importa que la pobreza, el desempleo y la desigualdad se hayan convertido en estructurales; donde el Estado, convertido en administrador de la decadencia, no pueda garantizar el cumplimiento de los más básicos derechos humanos para todos los argentinos.

Lo imperdonable desde todo punto de vista, porque desnudó largos años de corrupción, largos años de connivencia con empresarios corruptos —que están colusionados con el estado y con los políticos desde los noventa—; largos años de promesas incumplidas; largos años de advertencias no escuchadas; es la Tragedia de Once. La corrupción no es una preocupación de pequeño-burgués fachistoide como —hace unos días nomás— quisieron batir los intelectuales orgánicos del Gobierno. La corrupción gente, mata. 

El mamarracho es la insólita intervención del organismo oficial de estadísticas para ocultar la inflación. Iniciada en enero de 2007, lleva seis años desvirtuando no sólo cualquier estadística oficial, sino la propia credibilidad de un Gobierno que se empecinó en negar la realidad. Batieron desde las usinas ideológicas el supuesto ahorro por los bonos indexados por el coeficiente que tomaba la inflación. El problema es que la mayoría de esos bonos eran los que tenía el ahorro interno. Pero los bonos que ha emitido el Gobierno en esta década están indexados por el crecimiento del PBI, que se pudo sobrevalorar gracias a que se contó de menos la inflación. Pero la consecuencia más nefasta de este barrer la “basura” debajo de la alfombra, es que se terminó subestimando también las canastas tipo que delimitan los límites de la pobreza y la indigencia, ocultando también debajo de la alfombra a cada vez más pobres, a medida que la pobreza e indigencia se subestiman más y más. Han llegado hasta la ridiculez las cifras oficiales, al punto, de que para el Gobierno, oficialmente, hay menos pobres que nunca en la historia —la mayoría de las provincias del NOA y el NEA, manejan cifras irrisorias por debajo del uno por ciento—. Al menos —en un rapto insólito de sensatez— no se animaron a celebrarlas.

De lo que no se habla es que se festeja una “década ganada” a partir de una brutal devaluación dada justo un año antes de que empezara, y que marca efectivamente el comienzo real del periodo de crecimiento de la economía argentina. La inflación, entonces, era mínima y el crecimiento ya era de casi el diez por ciento. Técnicamente la “década ganada” empezó un año antes del 25 de mayo de 2003. Incluso el propio Gobierno que asumió ese día mantuvo el equipo económico y los lineamientos principales de la política económica del gobierno saliente.  El "efecto rebote" tras la devaluación decenal que caracteriza al péndulo de la economía argentina tiene mucho que ver con el crecimiento económico, más ahora que parece que el Gobierno no parece poder salir del stop and go.

Uno de los puntos más importantes es la restauración del poder político del Estado y de su rol económico; interviniendo, controlando y regulando. Todo eso tuvo puntos muy buenos, en especial, la recuperación del sistema previsional que el mismo partido de gobierno  —con casi los mismos actores— había privatizado en los noventa. La re-estatización de varios servicios públicos que los concesionarios privados habían prestado muy mal y hasta habían incurrido en vaciamientos más o menos amparados por anteriores gestiones —y, en algunos casos, la actual hasta no hace mucho— como agua corriente y servicios sanitarios, el correo oficial, algunos ramales ferroviarios, Aerolíneas Argentinas. Pero sin dudas el caso más rimbombante por toda su significancia estratégica y simbólica —y que ofrece el caso más resonante de esta política bipolar— es el de YPF. Donde el propio Gobierno colaboró a la política de vaciamiento al introducir a un grupo concentrado local en 2008 —vendiendo la maniobra como una “argentinización” — que le garantizaba a la transnacional española cobrarse una parte de las ganancias de la empresa como “pago” de la parte que había “vendido”; pero sobre todo: con una política petrolera suicida: donde se extendieron las concesiones de extracción en manos extranjeras —asociadas a algunos grupos locales muy relacionados con el propio Gobierno— por 40 años, sin obligar a los privados a invertir en exploración. Ergo, hoy Argentina no puede autoabastecerse de combustibles, y la crisis energética se traduce en un déficit en el sector externo, que ha arrastrado a la economía entera al estancamiento, al volver estructuralmente deficitaria la canasta de divisas. Pero, por otro lado, la política intervencionista ha derivado, desgraciadamente, en varios casos de evidente ineficiencia y flagrante corrupción; donde el caso de los subsidios al transporte es el ejemplo más notable. Millones dilapidados en pésimos servicios y en una caja negra donde se enriquecieron empresarios cercanos al poder, sindicalistas y funcionarios del Gobierno. Hay mucha falta de transparencia.

El éxito económico, desde un punto de vista extrictamente liberal, fue el primer desendeudamiento. Porque logró bajar efectivamente el peso de la deuda externa e independizar relativamente la política económica. Las variables que atormentaron a la Argentina desde los ochenta: los vencimientos de la deuda; la aprobación del FMI de los programas económicos; los ajustes, flexibilizaciones y otros paquetes de medidas que condicionaban algún préstamo, blindaje o ingreso en un plan; el riesgo país; etc. El hecho, fue que contra lo que decían los gurúes televisivos  y el stablishment local, la Argentina no quedó aislada del Mundo, y el Gobierno y su primer equipo económico se mantuvieron firmes y con mucha valentía iniciaron una negociación inédita e insistieron en el “bajar, bajar, bajar”. Pero el canje jamás puede considerarse una decisión emancipadora o contraria al capitalismo. Todo lo contrario, se trató de una maniobra que tuvo la aprobación implícita de las potencias centrales y de los organismos financieros internacionales que necesitaban blanquear la crisis que habían provocado ellos mismos. La Argentina no sólo no se desendeudó con el capitalismo imperialista y financiero —al que le sigue pagando puntualmente y en cash, mientras les niega a los jubilados pagarles los juicios pagados, es más los trata de "buitre" por querer cobrar lo que les corresponde, y veta el 82% móvil aprobado por una ley de la democracia—; sino que se endeuda ahora hacia adentro, utiliza al Anses, al BCRA y la subejecución del presupuesto público para cumplir. Además, resignó soberanía nacional al aceptar que un magistrado de otro país decida sobre la deuda nacional y los reclamos de los holdouts. La deuda interna no sólo significa menos  obras de infraestructura para mejorar las rutas, los ferrocarriles o producir más energía para importar menos combustibles, o menos sueldos para jubilados, docentes, médicos y policías; sino también que ante un cambio en el precio de los commodities o una mala cosecha que provoquen una baja de la recaudación por derechos de exportación —retenciones— se desfinancie el Banco Central, provocando una devaluación de la moneda nacional —de la que ahora quieren responsabilizar a los medios y a la "oposición"—.

El fracaso fue, por otro lado, la política energética. En una década donde en toda la región los países sudamericanos aumentan sus reservas y sus cotas de producción, la Argentina va en sentido contrario. En un contexto atractivo para atraer inversiones externas —con capitales que huyen de la crisis en los países centrales— nuestro país se mostró incapaz de atraerlos. 

Para evaluar un gobierno es imposible no dejar de analizar la desigualdad social.  Y ahí podemos ver el vaso medio lleno o el vaso medio vacío. Si por un lado podemos ver, indudablemente, que la pobreza y la indigencia bajaron respecto de hace diez años y que la desigualdad social decreció claramente en los primeros ocho años; desde el otro punto de vista, podemos ver que los índices están lejísimo de un ideal y que, en los últimos dos años, se ha “amesetado”, cuando no revertido la tendencia. Hay casi un 20 por ciento de la población por debajo de la línea de la pobreza según el promedio de las mediciones independientes a pesar de la “década ganada”, son casi ocho millones de personas, de las cuales casi un millón y medio son indigentes. Y si bien no hay los mismos niveles de desigualdad de la crisis 2001-2002, ya es absolutamente arbitrario —y hasta anacrónico— seguir tomando esa medida como único patrón válido para evaluar el periodo. 

El momento de inspiración fue la aprobación de la Asignación Universal por Hijo. Sin bien no fue una creación propia, y contó con el apoyo de las fuerzas de la oposición cuando se aprobó, fue el Gobierno quien dio el gran salto hacia una de las medidas de inclusión más interesantes de los últimos 50 años. Que cada persona sin trabajo, o con trabajo no registrado, acceda a los beneficios sociales para su familia como si fueran trabajadores en blanco no sólo constituye una medida igualadora, sino que se convirtió en un factor central de reactivación económica en el contexto complicado del 2009. Ahora la cuenta pendiente es que, cuatro años después, se siga necesitando la AUH y un abanico amplísimo de programas asistencialistas del Estado para que no se “caiga” una proporción importante de la población del sistema. Y que estos programas superen el grado de control por parte de punteros políticos oficialistas y la arbitrariedad de los organismos políticos de acción social.

Una de las mayores deudas pendientes, prometida desde la campaña presidencial de 2003, es la reforma tributaria. Todos los candidatos progresistas prometen que van a reformar la estructura de cómo el estado hacer para armarse. Hoy la recaudación tributaria sigue siendo básicamente igual que en los noventa. Basada sobre todo en impuestos regresivos y/o al consumo que pagan casi por igual pobres y ricos. Y donde, un impuesto progresivo como el que grava las ganancias de las personas físicas, se convirtió en un impuesto al salario porque el Gobierno subestima la inflación y los índices que miden no sólo la pobreza, sino los niveles de riqueza que producen renta. Mientras los empresarios pueden tener algunas exenciones, los hombres de a pie no.

Obviamente me voy a poner corporativista para denunciar las campañas difamatorias contra periodistas, a los que se los iguala con los grupos en los que trabajan, y una política de querer “enseñar periodismo” a los periodistas. Si bien es cierto que hay periodistas que hasta son repudiables y que han estado siempre al calor —cuando no pagados— por el poder de turno, resulta irrisorio e injusto que sólo se censure a aquellos que se oponen al Gobierno, y que se defienda a los que lo apoyan. Parece que sólo tienen "pasado" los que componen la llamada “prensa corporativa”; y son merecedores de linchamientos —más o menos simbólicos— públicos.

Por otro lado, en el mercado del trabajo, además del obvio descenso del desempleo, hubo cambios positivos como institucionalizar el funcionamiento de las paritarias —se han producido más de 1.500 paritarias en diez años— y la renegociación constante del salario mínimo, que producido un sostenido aumento del poder adquisitivo de la población en general hasta el 2011 inclusive. Pero el Gobierno no ha logrado acabar con la economía negra, que explota a millones de argentinos: apenas logró bajar el trabajo no registrado del 50 al 40 por ciento de la población económicamente activa. Y hasta ha caído en una política bipolar luchando contra el trabajo semi-esclavo en algunos sectores e incentivando a otros que tiene trabajadores en esas condiciones denigrantes. Es más, desde 2009 ha crecido notablemente la economía informal.

El Gobierno no logró superar la corrupción: el caso Skanka; el caso Grecco; la Secretaría de Transportes; la ex Policía Aeronáutica; la “bolsa” de plata de la ministra de Economía; la valija del enviado venezolano; el caso de los asesinados por la efedrina que eran importantes aportantes privados de la campaña presidencial de 2007; el caso Sueños Compartidos; el caso Ciccone; el caso Lázaro Báez… Declaraciones Juradas que no pueden explicar ni siquiera “el blanco” de casi todos los funcionarios del Gobierno, empezando por la propia Jefa en persona. La relación cercana con barras bravas y grupos de choque sindicales, que hasta han actuado en “represiones tercerizadas” como en el ex Hospital Francés y, el más resonante, caso Mariano Ferreyra. Que desnudó, además, los lazos del Gobierno con la burocracia sindical más rancia, los “gordos” que pactaban las flexibilizaciones de los 90, y hasta con algunos personajes que fueron colaboradores de la dictadura genocida.

De las medidas más oscurantistas, la reforma judicial que se está aprobando ahora. Como en los 90, el Gobierno busca controlar la Justicia de manera mucho más estrecha. Otro caso de bipolaridad flagrante es la Ley de Medios, que si bien el Gobierno insiste en aplicarla a rajatabla contra los medios que son críticos a los que define como corporaciones monopólicas, antinacionales y antipopulares, deja que la violen los grupos mediáticos que lo apoyan y a los que, además, sostiene con la pauta oficial. Otro punto a favor es la ley de Matrimonio Igualitario, que visibilizó a miles de argentinos y argentinas que dejaron de ser ciudadanos de segunda. Otras medidas brutalmente geniales fue el aumento de la inversión en educación, hasta el 6% del PBI, y la creación del Ministerio de Tecnología, la repatriación de algunos científicos y la fundación de Tecnópolis. Pero también hay algunas zonas grises, como el control ideológico a través de punteros estudiantiles y algunas editoriales; los bajos sueldos que, en general, cobran los docentes; y la repartición de becas y auspicios por la pertenencia ideológica de los científicos.

Otra política bipolar es la relacionada con la supuesta “lucha contra las corporaciones”. Mientras el discurso que bajan los comisarios comunicacionales oficiales trata de ubicar al Gobierno a la izquierda del campo ideológico y político; y al mismo tiempo en convertirlo en el único movimiento nacional, popular y auténticamente emancipador, hacen silencio o hablan de “errores a corregir”  —y los más cínicos, de contradicciones tácticas— a los pactos con las corporaciones internacionales de la Megaminería, el Petróleo, los Agro-Negocios, las cadenas de importación y comercialización mayoristas y minoristas; las principales marcas de equipos electrónicos; etc. 

Podemos concluir diciendo que no compartimos  que se trate de un proceso revolucionario social ni tan sólo, si quiera, de un desarrollo político y económico emancipador o antiimperialista; sino todo lo contrario: el país sigue inserto en el sistema capitalista mundial como una economía dependiente, deformada y atrasada, que a sufrido un proceso de reprimarización de su economía, con un Gobierno que apegado a un discurso progresista ha mejorado de forma asistencialista y clientelar la desigualdad social, y que ha gozado de un clima económico favorable, explicado más por el “rebote” de la brutal recesión 1998-2002, la crisis en la potencias centrales que redireccionó a las inversiones del capital imperialista hacia las economías emergentes, y el aumento de las commodities impulsado por el relanzamiento de Extremo Oriente como potencia mundial. Ha sido una década donde el capital imperialista ha abandonado las recetas estrictamente neoliberales en todo el mundo, lo que relativiza la originalidad de la elite gobernante —que fue parte de la misma elite dirigente hasta 2001— y las, realmente ridículas, acusaciones a sus eventuales opositores de constituir una especie de reacción retrógada: representan a los mismos grupos sociales y están sostenido por los mismos grupos económicos concentrados locales y las mismas transnacionales imperialistas. Ergo, salvo algunas diferencias discursivas y, a lo sumo, en la parcial lucha contra la desigualdad social, cualquiera de las “opciones” principales defienden el mismo “modelo”. Por último, queremos desmentir la existencia de esa entelequia llamada “modelo”. Un cúmulo de medidas contradictorias, decididas sobre la marcha, con un grado de improvisación audaz; no son un “modelo”. Al contrario no son más que una continuidad de la cultura política caracterizada por el faccionalismo, la corrupción y el cortoplacismo de una clase política propia de un país atrasado y dependiente, donde sólo se discuten superficialidades y donde lo único que importa es el próximo turno electoral.



© carlitosber.blogspot.com.ar, Mayo 25 MMXIII
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