Anoche un gobierno reelecto por una mayoría rotunda –que se volvió aplastante ante una oposición fragmentaria que no superó la crisis 2000-2002– tuvo una marcha opositora a nivel nacional a sólo 10 meses de haber asumido: inorgánica, sin dirigencia política, y hasta reuniendo consignas contradictorias.
Los adalides comunicativos del gobierno buscaron deslegitimarla inmediatamente o simplemente negarla y pasar otra información con la que sentirse más cómodos. Los medios opositores le dieron toda la cobertura posible –para difundir y provocar convocatoria por contagio–, buscando los planos más cortos, donde no se veían los claros o los vacíos dejados por la manifestación.
En el microclima de las redes sociales estalló la polémica “caceroludos tilingos vs. militantes pagos”, en una competencia por el mayor ingenio a la hora de la chicana y la descalificación, y de cómo eludir el debate con argumentos.
Desde la utilización de algún argumento económico justificaba la denigración o el apoyo de lo que sucedía: del “no tienen memoria de cómo estábamos en 2001” al “el Gobierno al mismo tiempo que aumenta la presión fiscal, no detiene la inflación y no permite ahorrar en divisas”. De algún argumento institucional-republicano: del “ellos quieren un golpe civil” al “ellos quieren reformar la constitución sólo para eternizarse”. Al argumento sociológico-clasista: del “ellos representan a la oligarquía explotadora y a la clase media tilinga” al “los negros están por el pancho y la coca, y los más acomodados que están con ellos, están por la prebenda y el acomodo”. Hasta el argumento geopolítico, para los más avezados: del “ellos quieren que el país lo dominen Estados Unidos y el FMI” al “ellos nos quieren convertir en Venezuela o Cuba”. El que le interesa la cuestión de los medios agregará del “a vos te lava la cabeza Clarín, La Nación y toda la prensa gorila” al “vos te comés la píldora de 678 y todos los medios oficialista”. Y los que tienen más años irán del “ellos quieren volver a los 90 con el Turco y, peor aún, la Dictadura de Videla” al “ellos quieren volver a los 70 con los Montoneros”.
El hecho es que casi todos los tweet o estado en el Facebook o cualquier encabezado en un blog cumplen con este formato (el orden de los factores no altera el resultado). Los habrá los más pedestres y viscerales, y los más elaborados y profundos, pero todos no pasarán de la consigna agresiva y descalificadora.
Es que lo que une al recalcitrante Anti-K que anoche salió a cacerolear y el ferviente K que salió a defenderse en las redes sociales es una consecuencia directa de la crisis política de 2000-2003 que hizo estallar los partidos políticos tradicionales en mil pedazos, profundizando los rasgos más negativos de la tradición política argentina: el faccionalismo, el personalismo y la falta de debate ideológico.
La debilidad de los dos bandos es lo más peligroso: de un lado está el líder y –no sólo– nadie más –sino también, nada más–, y del otro la falta de un líder político –capaz de capitalizar el movimiento de opositores al Gobierno–. Porque hoy la oposición aparece desmovilizada, fragmentada e incapaz de movilizar a los que están disconformes con el gobierno, no porque no los haya, sino porque buscan lo mismo que tienen los K: un líder.
La misma debilidad es caldo de cultivo del faccionalismo y la violencia –sea por la adoración a un líder incapaz de crear en el seno de su movimiento una sucesión institucionalizada, sea por la incapacidad de encontrar un intérprete válido y un conductor de esa disconformidad–. El que está en el ejercicio del poder se impone –y, si es necesario, abusa de él–; y el opositor desestabiliza –y si se dan las condiciones, complota–.
Esto se profundiza con la falta de un debate ideológico real, que en nuestro país es remplazado por la disputa de consignas vacías y de carácter claramente electoralista. Eso permite que muchos de los que votan a Mauricio Macri a los dos meses voten a Cristina Fernández sin ponerse colorados. Es más, muchos de los que ayer salieron a tañer sus cacerolas, no tenían una de teflón o de marca y habían votado al oficialismo en octubre. Y muchos de esos nunca apoyaron al Menemismo ni se fueron a Miami, y sí muchos de los que hoy defienden “el modelo” sí lo hicieron.
Eso permite que se enarbolen adefesios ideológicos de uno y de otro lado: del “corruptos, son todos chorrros, narcos, etc.” al “si siempre los gobiernos ocultaron los índices que no los favorecían y es inevitable que haya algún que otro chorro”; del “defiendo la constitución al mismo tiempo que canto que se vayan todos…” al “la oposición es destituyente, pero BAsta Macri, andate ya!”.
Pero el hecho es que a 10 años de la peor crisis económica y política desde 1930, se ha superado el primer aspecto –sin hacer realmente mucho, sino más bien aprovechando un cambio de 180° en los términos de intercambio del pacto neocolonial que convirtió nuevamente en una alternativa el desarrollo exogenerado, pero con sus límites–, pero no se ha logrado salir de la segunda. Con los riesgos que conlleva a una escalada de violencia y faccionalismo, sobre todo cuando el contexto económico no acompaña. No se debate, sino que se busca agredir, ofender, lastimar y denigrar al otro.
Ya forma parte de los más fanatizados la disputa para indignarse e ir a la guerra
–de momento sólo ideológica–. Sabemos que no va a cambiar esa lucha sorda entre esos dos extremos, y que no va a salir nada. Para los que no queremos entrar en el ruido, debemos salir de los microclimas, esquivar las agresiones, no entrar en generalizaciones u operaciones, y denunciar lo que une a los extremos: capitalismo, neocolonialismo, falta de debate ideológico e injusticia social.
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