Educación política e ideologización
Hay un clima de escalada de intromisión del poder político del Estado en la educación y en la vida cotidiana de las escuelas que intenta apropiarse de un proceso de politización y mayor participación de los jóvenes. Pienso que esta intromisión es más un fenómeno de un país acostumbrado al mesianismo político, la constante refundación de la nación y la ausencia de políticas de estado a largo plazo, que una auténtica revolución en las aulas.
Hay un clima de escalada de intromisión del poder político del Estado en la educación y en la vida cotidiana de las escuelas que intenta apropiarse de un proceso de politización y mayor participación de los jóvenes. Pienso que esta intromisión es más un fenómeno de un país acostumbrado al mesianismo político, la constante refundación de la nación y la ausencia de políticas de estado a largo plazo, que una auténtica revolución en las aulas.
La discusión sobre los contenidos siempre está un poco filtrada por los climas de época. En eso, el periodo kirchnerista intenta emular al primer peronismo y comparte, además con el, esa idea de que el clima de época iba a perdurar, que era un consenso social sólido y plenamente legítimo, y que, por lo tanto, podía traducirse en contenidos escolares. La ideologización política tenía por qué limitarse estrictamente al ámbito político dado que, por un lado, se trataba del consenso social de la nueva época que se estaba inaugurando y, por otro, porque era comparable con lo que habían hecho generaciones anteriores; por ejemplo en el periodo liberal (1880-1916). Así como las elites liberales en 1880 habían dado su relato de la historia y habían construido una nación sobre ese relato, ahora los peronistas podían hacer lo mismo en este caso: podían remplazar algunos héroes por otros, incluir en ese panteón a los héroes peronistas, las gestas populares en remplazo de las de la historia tradicional/liberal.
El kirchnerismo (al igual que el alfonsinismo y el menemismo, y también las experiencias dictatoriales, muy en particular la última Dictadura militar) comparte este idealismo de cambio social, en algún sentido revolucionario o transformador. Una nueva época que marca un nuevo origen y eso hay que traducirlo a los cuerpos legales y la Constitución, pero también a los contenidos de la educación.
A esto se suma la idea de la presencia de activistas en la administración pública (acompañada de una sobrevaloración ideológica del rol del activista) y el uso de su función, por parte de estos funcionarios/activistas, pública para participar de actividades cotidianas en las escuelas utilizando los medios que pone a su disposición el Estado. Todo este debate surgió a partir de que funcionarios de la Jefatura de Gabinete en el marco de un programa enfocado supuestamente al fortalecimiento de la democracia empezaran a participar en actividades en escuelas públicas donde actúa La Cámpora, bajo el paraguas de este programa, en actividades cívicas donde se les baja línea a los estudiantes con una serie de juegos, materiales y actividades que transmiten los valores del Gobierno.
Eso revela una tendencia general del kirchnerismo a partir de convertir al Estado en un instrumento del poder oficial. El Estado no es neutral porque, según el argumento oficial, nunca lo fue. El pensamiento del kirchnerismo se sostiene en que hacían lo mismo los otros, quizás lo hacían más disimuladamente, pero ellos decidieron hacerlo abiertamente porque están seguros de que sus ideales, porque son más justos y por eso no hace falta disimularlos.
Ahí surge una cuestión interesante para debatir: cuáles son, si los hay, los contenidos neutrales que el Estado debe defender más allá de los contextos económico-políticos y sociales-ideológicos. El kirchnerismo sostiene, acertadamente, que esos acuerdos son siempre relaciones de fuerza y son impuestos por aquellos que “ganaron”. Los liberales de 1880 nunca acordaron una Constitución, un marco legal liberal-republicano, una ley 1420 de educación laica, obligatoria y gratuita, sino se que los habían impuesto a los caudillos del interior, las masas federales y los inmigrantes.
Es el argumento, entonces, sería el de borrar la idea de estado de derecho por el de relaciones de fuerza. En verdad no existe la norma, existe el uso de la norma por quien gana. Y así como otras veces lo han hecho los liberales y otros partidos, ahora les toca a ellos que son el 54%. Hay distintas formas de funcionamiento del derecho más consensuales o más impuestas. Pero tienen que tener asiento en algún tipo de institucionalización que persiste a lo largo del tiempo construyendo acuerdos y un marco de convivencia para convertirse en permanente. Porque sino la alternancia en el poder se transforma en una profecía milenarista, una caída (o recaída) en el averno. Por eso “ni un paso atrás” y “ahora vamos por todo”, porque la idea es de usar el poder circunstancial para hacerlo permanente, para no permitir que haya regresos o cambios que alteren los logros o las reivindicaciones que se han conseguido. La victoria da derechos: eso autoriza aprobar leyes que puedan perjudicar a determinados sectores que no adhieren o no están conformes con el nuevo orden (y, en la medida de lo posible, que sean irreversibles). Es una visión pretendidamente revolucionaria porque una vez que el poder establece su marco de convivencia los demás o lo aceptan o se van, o lo aceptan o desaparecen.
El kirchnerismo (al igual que el alfonsinismo y el menemismo, y también las experiencias dictatoriales, muy en particular la última Dictadura militar) comparte este idealismo de cambio social, en algún sentido revolucionario o transformador. Una nueva época que marca un nuevo origen y eso hay que traducirlo a los cuerpos legales y la Constitución, pero también a los contenidos de la educación.
A esto se suma la idea de la presencia de activistas en la administración pública (acompañada de una sobrevaloración ideológica del rol del activista) y el uso de su función, por parte de estos funcionarios/activistas, pública para participar de actividades cotidianas en las escuelas utilizando los medios que pone a su disposición el Estado. Todo este debate surgió a partir de que funcionarios de la Jefatura de Gabinete en el marco de un programa enfocado supuestamente al fortalecimiento de la democracia empezaran a participar en actividades en escuelas públicas donde actúa La Cámpora, bajo el paraguas de este programa, en actividades cívicas donde se les baja línea a los estudiantes con una serie de juegos, materiales y actividades que transmiten los valores del Gobierno.
Eso revela una tendencia general del kirchnerismo a partir de convertir al Estado en un instrumento del poder oficial. El Estado no es neutral porque, según el argumento oficial, nunca lo fue. El pensamiento del kirchnerismo se sostiene en que hacían lo mismo los otros, quizás lo hacían más disimuladamente, pero ellos decidieron hacerlo abiertamente porque están seguros de que sus ideales, porque son más justos y por eso no hace falta disimularlos.
Ahí surge una cuestión interesante para debatir: cuáles son, si los hay, los contenidos neutrales que el Estado debe defender más allá de los contextos económico-políticos y sociales-ideológicos. El kirchnerismo sostiene, acertadamente, que esos acuerdos son siempre relaciones de fuerza y son impuestos por aquellos que “ganaron”. Los liberales de 1880 nunca acordaron una Constitución, un marco legal liberal-republicano, una ley 1420 de educación laica, obligatoria y gratuita, sino se que los habían impuesto a los caudillos del interior, las masas federales y los inmigrantes.
Es el argumento, entonces, sería el de borrar la idea de estado de derecho por el de relaciones de fuerza. En verdad no existe la norma, existe el uso de la norma por quien gana. Y así como otras veces lo han hecho los liberales y otros partidos, ahora les toca a ellos que son el 54%. Hay distintas formas de funcionamiento del derecho más consensuales o más impuestas. Pero tienen que tener asiento en algún tipo de institucionalización que persiste a lo largo del tiempo construyendo acuerdos y un marco de convivencia para convertirse en permanente. Porque sino la alternancia en el poder se transforma en una profecía milenarista, una caída (o recaída) en el averno. Por eso “ni un paso atrás” y “ahora vamos por todo”, porque la idea es de usar el poder circunstancial para hacerlo permanente, para no permitir que haya regresos o cambios que alteren los logros o las reivindicaciones que se han conseguido. La victoria da derechos: eso autoriza aprobar leyes que puedan perjudicar a determinados sectores que no adhieren o no están conformes con el nuevo orden (y, en la medida de lo posible, que sean irreversibles). Es una visión pretendidamente revolucionaria porque una vez que el poder establece su marco de convivencia los demás o lo aceptan o se van, o lo aceptan o desaparecen.
El voto a los 16
El voto a los 16 años es una propuesta interesante para incorporar a la ciudadanía a una gran porción de la población. Puede ser una buena propuesta para los jóvenes, para saber qué les plantea la política a ellos y convertirlos en autores de un gran acuerdo. Pero el proyecto oficial tiene grandes debilidades, que reconoce en su carácter optativo: no se traduce en un reconocimiento de la ciudadanía plena ni del acceso a otros derechos y obligaciones propios de la mayoría de edad, sino que apunta a un propósito electoralista basado en sondeos de imagen y marketing político, y en la intencionalidad de dividir nuevamente a la oposición entre sus sectores más progresistas y reaccionarios, y de malquistar a esos nuevos votantes con quienes se opongan al proyecto. Bajar o levar la edad habilitante para votar, por tanto, puede ser una buena o una mala idea, lo importante es cómo se instrumenta. Hoy día cualquiera puede estaría a favor de la lista uninominal por circunscripción para eliminar la lista sábana, pero cuando se la implementó en la ciudad de Buenos Aires, durante el primer peronismo, se armaron los circuitos de forma de anular el voto opositor y asegurar la victoria del partido gubernamental. La buenas ideas implementadas en forma oportunista pueden anular la propia idea. El desafío, entonces, es escaparle al falso debate de si se debe votar a partir de los 18, de los 16, de los 10 o de los 30… sino si en la Argentina la ciudadanía está avanzando hacia un ejercicio más pleno de sus derechos políticos o si la competencia política se está limitando a un ejercicio faccioso y plebiscitario vestido con ropajes de revolución o transformación.
Creo que habría que distinguir, para los que adhieren al progresismo (en sus versiones reformista o revolucionaria), si el debate sobre la edad límite para votar es realmente un debate que tenga que ver con una cuestión de fondo o es una cortina de humo, porque considero que la cuestión central pasa por otro lugar. Por ejemplo poder debatir hasta dónde un gobierno que se autodenomina transformador, en sentido progresista, y hasta revolucionario, lo es cuando, al mismo tiempo, sostiene la misma matriz productiva que caracterizó al país desde su independencia, sostiene el poder de las corporaciones transnacionales de los agronegocios, la megaminería, el petróleo y las telecomunicaciones, utiliza el aparato represivo Estatal heredado de la Dictadura (con mucho de sus prácticas) y pacta con el poder político tradicional de los intendentes del Conurbano bonaerense y los gobernadores del Interior.
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