Mientras el elefante anda por la calle principal del pueblo y los médicos brujos discuten –de acuerdo a la facción de la tribu para a la que responden– si es una gripe o una neumonía, la política vernácula no le da bola al frío invierno que se adelantó y se ponen en punto ebullición al calor de la flagrante ineptitud de los unos y de la notoria mala leche de los otros: el debate se transforma en una sucia disputa de chicanas baratas y de desmesuras de tablón.
El ladriprogresismo que se instaló en el poder hace casi una década demostró –como todas las variables de hegemonía política de la historia argentina– ser una fórmula de éxito para los tiempos de “vacas gordas” –o de “viento de cola”, para hablar en términos más actuales–.
Como advertimos en entradas anteriores, el supuesto “modelo” no pasó de ser una versión con “cara más humana” del neoliberalismo imperante desde mediados de la década del 70, y que con lo único que rompió fue con la democracia light que don Raúl había logrado edificar cuando se terminaba Dictadura Militar –una especie de Pacto de la Moncloa concetudinario por el que los milicos tenían que pagar con los titulares de las Juntas y algún que otro “represor significativo” a cambio de no tener que acabar con la fuerza entera, y para satisfacer el patético relato de que una camarilla de genocidas secuestró un país entero que por miedo se quedó calladito–.
Por eso la preocupación por el “relato”: por la escenografía, por lo superficial. Tras el fracaso del tecnocratismo, el peronismo recuperó su histórico discurso antiliberal, antiintelectual y se convirtió en el enterrador de su criatura de los 90. Los mismos que la construyeron se volvieron sus críticos y la transformaron en su comodín por si algo salía mal. Eso les permitió justificar medidas “heterodoxas” cada vez que anduvieron con necesidades de caja.
Los ladriprogresistas mantuvieron la emergencia económica aun con un país creciendo a tasa china; mantuvieron herencias de la época neoliberal como el impuesto al cheque, el IVA al 21%, el impuesto a las ganancias y el injusto esquema de coparticipación federal; continuaron con la extranjerización y concentración de las empresas y la dolarización progresiva de la economía que empezó con el ministro Orejudo; continuaron con la idea del Estado subsidiario de los privados. Pero cuando anduvieron cortos de efectivo, le aplicaron una quita a la deuda en manos de los bonistas europeos –la mayoría fondos de pequeños ahorristas, a los que los que les habían aconsejado el negocio les cobraron la pérdida más las comisiones–; recuperaron la recaudación de los aportes jubilatorios que les habían entregado en bandeja a los bancos en el carnaval del menemato –más cuando se recuperaba el porcentaje de trabajadores ocupados/aportantes–, aumentaron hasta donde les dio el cuero las retenciones a una parte de la renta extraordinaria de los productores agrarios –otra herencia de la dictadura–; se apropiaron del control societario la petrolera de bandera que ellos mismos habían privatizado y venido a una Compañía que era más chica que la nacional –y con la que compartieron negociados, coimas y actos políticos; claro, cuando había algo para vaciar–.
Mientras el “viento de cola” acompañó, pudieron volcar el superávit gemelo que daban los mejores términos de intercambio en casi un siglo para los commodities; la diferencia que producía un dólar débil mantenido artificialmente alto; y una política de subsidio de las tarifas de servicios, te les permitió a importantes porciones de los sectores medios y bajos, aumentar su nivel de compra. La recuperación de la economía, después de los sacrificios que habían impuesto 4 años seguidos de recisión y crisis económica, sumado al mal recuerdo del corralito y el dólar caro; provocó que el consumo se transformara en la niña mimada del “modelo”.
Reservados la bicicleta financiera, el atesoramiento de divisa y la especulación inmobiliaria a los sectores más concentrados, los sectores medios y bajos sólo podían consumir o invertir en producción y comercio. De esta manera, se ocupó la capacidad ociosa que había sobrevivido al proceso de desindustrialización empezado en el 75 empleando a una parte del ejército de reserva acumulado –y para los que no podrían ser absorbidos, el Estado los ocupó en obra pública o los directamente los subsidió por no trabajar, con la picardía de contar a estos últimos también como “ocupados” en la estadística oficial–.
El consumo produce panzas llenas y corazones contentos. Y si es acompañado por el crédito al consumo en cuotas fijas sin interés, para poder ganarle a la inflación que provocaba una economía en la que aumentaba la demanda más rápido que la oferta, produce mucha gente pendiente del resumen de la tarjeta a la hora de votar.
Argentina era el festival del consumo, donde se compraba una licuadora en 30 cuotas y las casas al contado. Claro que esto último sólo lo hacían algunos. Es que al mismo tiempo que algunos consumían alegremente, otros hacían torres y dúplex para vivir de alquilarlos.
Construyendo en pesos y vendiendo en dólares, no sólo producían una renta algo extraordinaria, sino que eran parte de un silencioso proceso de déficit del balance de cambio. Este proceso tiene su principal gotera en la extranjerización de las empresas –desde los pool de siembra y las comercializadoras de granos, que son los que en verdad se llevan la renta extraordinaria del boom sojero; hasta las transnacionales petroleras y mineras, que de la mano de un sistema legal perverso convirtieron el extractivismo en un ámbito privilegiado de acumulación–. Estas compañías giran sus remesas al exterior en millones.
Pero hay una tercera grieta por donde se escapan las divisas: la debilidad estructural del sistema de sustitución de importaciones. Industrialización sin revolución industrial, dependiente de los países más desarrollados porque no produce materias primas, bienes de capital ni tecnología de punta. Esos vienes se importan en dólares. Lo mismo que la energía que debe importar el Estado subsidiario para evitar que el sistema productivo se quede sin combustible.
Si bien, los ladriprogresistas no son los culpables de un sistema de producción en energía atrasado, ineficiente y limitado. Tampoco hicieron mucho para modernizarlo e incrementarlo en forma sustentable. Su política de alto consumo domiciliario –antieconómico, pero políticamente vital– llevó a desatinos como congelar en el tiempo las tarifas y garantizar el flujo con generadores a gas o fuel-oil. Al mismo tiempo renovaron hasta mediados de siglo todas las concesiones a las explotadoras –la mayoría extranjeras– de pozos de gas y petróleo; se mantuvieron inmutables ante el vaciamiento brutal llevado a cabo por Repsol –y sus socios Argentinos introducidos por Él en el directorio en 2008, y vendida como “nacionalización” – en YPF; y que el Estado subsidiario creara una empresa estatal que nunca pasó de ser un sello de goma y un organigrama de gente bien paga por no hacer nada. En una época de valores altos de los combustibles fósiles, el tema energético también se volvió una fuga de divisas.
Mientras el peso se fue debilitando por una inflación que se comió todo incremento salarial nominal, apareció el atraso cambiario. Los exportadores vieron reducirse sus márgenes; la industria sustitutiva empezó a verse menos competitiva; y los sectores medios empezaron a refugiarse en el dólar.
La crisis mundial y la mala fama –bien ganada– ha alejado a la Argentina de crédito internacional barato y aumentó las urgencias de los acreedores internacionales por cobrarse una deuda externa, que sigue siendo uno de los problemas estructurales. Es verdad, la deuda representa hoy alrededor del 20% del PBI, pero es de alrededor de US$ 150.000 M, casi lo mismo que en 2001. Con vencimientos por más de US$ 10.000 M para este año, el Estado subsidiario necesita millones de verdes, como agua.
Es que así como nunca intento cambiar la matriz de la economía heredada del neoliberalismo, sino darle un barniz más inclusivo y social, tampoco se discutió la legitimidad de la deuda. Sólo se buscó un trato ventajoso con los acreedores más débiles –a cambio de bonos indexados por crecimiento, y no por inflación como decían algunos comunicadores oficialistas–.
Pero el control de las importaciones y de la compra minorista de divisas, sumada a una inflación incontrolable, se convierten en puntos débiles del “modelo” ante una clase media que mal había disimulado su clásico gorilismo votando al ladriprogresismo ante la debacle de las “opciones” que le ofrecía una oposición vacía de contenidos: el macriputismo –una mezcla rara de un poco de liberales alsogaraistas, algunos conservadores de ilustres apellidos patricios, una pisca de menemismo residual, siguiendo a un gurú televisivo que es un niño ricachón que se cree más carismático de lo que es en realidad, y que sueña con ser presidente a base de marketing publicitario y de venderse garantía de no corrupción por ser un empresario millonario, a pesar de ser un empresario que como verdadero “Rey Midas al revés” fundió cuanta empresa manejó–; el radicalismo residual –que apenas puede sobrevivir a los fracasos de don Raúl, el papá de esta democracia ligth, y de Fernandito, a lo que hay que sumarle el clásico divisionismo partidario: donde hay dos radicales, hay una interna–; el garcaperonismo o tren fantasma –otros residuos del menemismo que no pudo reciclar ni el macripustismo, el Cabezón y sus manzaneros del conurbano que no se vendieron, y algunos señores feudales del peronismo del interior que no se acomodaron con el poder de turno–; el socialismo santafecino y sus aliados de la izquierda de clase media –una extraña clase de burgueses con conciencia social, tan gorilas que siguen lamentando que los obreros hayan sido tan brutos y seguido a un coronel carismático y medio fascista en vez de a líderes más “inteligentes” y capacitados–; y los líderes carismáticos de la antipolítica, casi todos hijos de la Alianza –que sólo viven del peligro de catástrofe, y que van de la derecha a la izquierda sin ponerse colorados como los ladriprogresistas en el poder, pero sin tener un aparato mediático de justificación ni la billetera que da el Estado subsidiario para callar a la gilada–.
Los que no pudieron superar su gorilismo genético –la mayoría de la clase media porteña– y votaron a su macriputismo, algunos viejos afiliados radicales –antes de que se extingan por una cuestión generacional–, la poca clientela que junta el tren fantasma, y la otra parte de la clase media porteña que si bien tampoco vota al peronismo, se cree progresista y votó al santafesino socialista, desilusionados con los vaivenes de la Gorda ciclotímica e individualista que vive de la antipolítica.
Seamos buenos entre nosotros, ninguno –ni el ladriprogresismo, mejor conocido como santacruceñismo en otro tiempo– puede arrojarse el premio a la coherencia programática en este país. Los ladriprogresistas fueron menemistas en los 90 y muchos fueron aliancistas hasta el 20 de diciembre –y los hay quienes fueron alfonsinistas, duhaldistas, procesistas–. Como si el 2001 fuera el paso a los cuartos del mundial, a todos se les borraron las tarjetas amarillas.
La clase media porteña reaccionó estas semanas ante la debacle del “modelo”, y del ladriprogresismo con él. Sus genes antiperonistas dejaron de recibir su sedante –guita– y se dieron cuenta que no tenían representación en ningún opositor. A esto sumemos que el poder real –el capital concentrado: las transnacionales, la gran burguesía empresaria vernácula que vive del Estado subsidiario y de las concesiones directas, los grandes productores agrarios, sostén del modelo agroexportador– tampoco se sienten a gusto con algunos comportamientos del ladriprogresismo –que cuando anda necesitado de guita, pega manotazos de ahogado y se acuerda de la segunda parte de su nombre–. Ante la falta de opciones políticas relevantes y de elecciones, las medidas desestabilizadoras del gran capital se unen al discurso antipolítica.
Pero el ladriprogresismo no ayuda en nada a revertir el descontento de la clase media, ni se ayuda a sí mismo. A través de su aparato de comunicación oficial y oficiosa –el mismo que oculta la inflación, la desocupación, la pobreza, el pacto con el capital transnacional y gran parte de la gran burguesía vernácula– describen a los caceroleros como meros pelotuditos manejados por la corporación monopólica mediática del mal a control remoto que quieren el retorno a la dictadura genocida o al menemismo.
En el microclima caliente de las redes sociales todos se enrostran incoherencias discursivas o los más bochornosos apoyos que obtiene el bando rival. Obviamente, los ladriprogresistas tienen las de ganar en este juego sin contenido, porque los caceroleros tienen cada simpatizante impresentable, que en el rabioso griterío de chicanas pierden por goleada.
Pero el griterío es una cortina de humo. Los que no pueden comprar dólares, aunque quisieran; los que fueron víctimas del juego de estadísticas tergiversadas; los que no eran parte del boom turístico; los que hoy putean cada vez que aumentan las cosas en el supermercado, ven que no hay otro laburo mejor que el que tienen, y se pudren de las mentiras de los medios corporativos y la prensa oficial y oficiosa; no se identifican con los chetos caceroleros de Barrio Norte y Belgrano, pero tampoco con el ladriprogresismo que alardea del 54% como si fuera un cheque en blanco.
Ellos viajan en el tren que el Estado subsidiario no sólo transformó en un calvario cotidiano, sino también en trampa mortal. Ellos padecen el ajuste que empezó en diciembre de 2011 por más que la prensa oficial y oficiosa dice otra cosa. Ellos no ven en ningún twitt o blog que se discuta cómo superar la dependencia económica que condena al país a las crisis decenales. Ellos saben que la corrupción no algo meramente anecdótico –sino una de las características del tipo de desarrollo de la Argentina–. Ellos quieren que las transnacionales no se la lleven en pala mientras el Gobierno alimenta el territorialismo nacionalista –cuando las dos causas son absolutamente complementarias–. Ellos sienten que la inseguridad no es una simple sensación térmica –que, es verdad, los medios manejan interesadamente–. Ellos quieren que la especulación inmobiliaria –con la que se enriqueció tanto la presidenta, antes y después de asumir– deje de imposibilitar a la gente tener una casa propia.
Mientras vivamos hablando de microclimas, seguiremos en la superficialidad de la chicana de bar y en el absolutismo de pensar que sólo se puede estar en un bando o en el otro de la guerra comunicacional que se nos impone. Que no es más que la guerra entre los que quieren tener el control del Poder para no cambiar nada, porque defienden el mismo sistema económico de neoliberalismo y dependencia económica. Todo lo demás son cortinas de humo.
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