¿Otra muerte veraniega que puede cambiar una elección?
Primero dijeron que "todos los caminos" conducían "al suicidio", y hasta teorizaban que el fiscal se había matado por cobardía -como insinuó un relator radial encargado de hacer la bajada de línea oficial- quien insinuó que "no se había bancado la parada" o, por el contrario, en un acto de arrojo decidió no dejarse manipular más por los que lo llevaron a presentar una acusación insólita y sin fundamento contra la primera magistratura nacional -como insinuó el ex miembro más oficialista de la Corte Suprema, elevado a la categoría de "juez de la nación" luego de su retiro voluntario-. Todos los que insinuaban teorías de asesinato o suicidio inducido eran golpistas o dementes controlados por esa conspiración casi universal que había llevado al fiscal a denunciar el supuesto pacto de impunidad con los principales sospechosos del brutal atentado de 1994. Los hechos se sucedieron de manera vertiginosa, las pruebas y peritajes pusieron cada vez más en duda el suicidio aunque en ningún momento aportaron una prueba de asesinado: la muerte del fiscal pasaba a ser una "muerte dudosa". Rápidos de reflejos, los miembros del Gobierno giraron en el aire una vez más y en sólo cuatro días empezaron a gritar a los cuatro vientos la teoría del asesinato. Un asesinato que ellos mismos pusieron en duda que se pueda resolver -parafraseando una canción en un tuit borrado rápidamente-. Los asesinos planificaron todo: de alguna manera amenazaron al fiscal para que volviera al país anticipadamente de sus vacaciones y presentara una denuncia contra el Gobierno -que según ellos- ya estaba "armada", y cuando quedó en evidencia que era un montón de patrañas, los oscuros conspiradores lo mataron o hicieron que se quitara la vida bajo amenaza para "tirarles el muerto". El golpista había pasado a ser una pobre marioneta. Primero, la mano asesina fue la de un colaborador del personal del fiscal con oscuras conexiones con los servicios de inteligencia. Luego de que el colaborador presentara una coartada consistente, apuntan ahora a un ex alto cargo de la central de inteligencia nacional -retirado hace unos meses en medio de una interna en el órgano de los espías, que viene de larga data-, al que lo acusan de ser lisa y llanamente el que disparó. En ese sentido el Gobierno decidió disolver la central de inteligencia por decreto para volver a conformarla -con el mismo personal, claro está luego, de una enésima depuración política- con otro nombre. En un intento, desesperado, de recuperar la centralidad en un tema que se escapó de las manos, el Gobierno trata una y otra vez de apoderarse de la investigación y ponerse en el lugar de víctimas de una gran conspiración.
En 1995 se avecinaba la primera elección con la Constitución Nacional recientemente reformaba que habilitaba la segunda ocasión en la historia argentina en que se iba a poder reelegir al presidente en ejercicio. El año empezó con los vaivenes económicos que provocaba el punto débil de la convertibilidad: el frente externo. Empezaba la serie de turbulencias económicas que pondría en tela de juicio el paradigma económico neoliberal instalado en los '70s, a apenas un lustro de su triunfo universal con la derrota total y conquista del ex bloque soviético, la apertura de China y el control colonial confirmado sobre las reservas de petróleo. Por otro lado, comenzaban a sentirse las consecuencias de la brutal apertura económica y de ajuste del Estado -privatización de empresas públicas, algunas de las cuales se achicaron a su mínima expresión, como el caso de los ferrocarriles, y otras desaparecieron, como la marina mercante-: el desempleo y la exclusión. Fue así que surgió del propio Peronismo gobernante un grupo disidente que fue tomando un discurso anti-neoliberal -no muy claro y contradictorio- y una fuerte demanda contra la corrupción. Recuperando la tradición frentista de la política argentina fueron admitiendo elementos y personajes que iban desde el socialismo al radicalismo -donde cada vez más los unía lo segundo que lo primero-.
Pero el 15 de marzo de 1995 el país se sorprendió con la muerte del hijo del presidente, piloteando un helicóptero en compañía de un famoso piloto de carreras, al caer la máquina en que ambos viajaban. Aún hoy, se desconocen las causas concretas y las circunstancias del hecho que provocó las muertes. A pesar de que oficialmente se afirmó que el hecho constituía un mero accidente, su madre, ha manifestado que su muerte fue producto de un atentado criminal. Con todo, las circunstancias que rodearon el caso y el destino sufrido por algunos testigos y dos peritos (uno era miembro de la Fuerza Aérea Argentina y otro de la Gendarmería Nacional Argentina) de la causa judicial levantan un ceño de sospecha sobre los reales móviles del hecho. Si bien el presidente siempre defendió la tesis oficial del accidente, la trágica muerte de su hijo le valió una recuperación de su imagen política, muy dañada por los casos de corrupción de su gobierno -por ese entonces se estaban conociendo detalles reveladores sobre el caso de tráfico de armas a Croacia y Ecuador-. No fue lo que lo hizo ganar su reelección, apenas dos meses después, pero la muerte del hijo del presidente signó la campaña presidencial del 95.
Dos años después, se avecinaba una elección parlamentaria de medio turno. Si bien la desocupación y la exclusión social no aflojaban, se habían aliviado por la recuperación económica post-Tequila. Pero el gobierno seguía enlodándose con casos de corrupción y con puntos de contacto cada vez más evidentes con el narcotráfico y el crimen organizado. Aún así, el presidente y su sector más acólito iniciaron una movida mediática y judicial para habilitar un tercer mandato con una lectura muy forzada de la Constitución Nacional. En ese contexto, el gobernador de Buenos Aires empezó a mostrar su voluntad de obligar al presidente que lo designara él como su sucesor: era uno de los pocos cuadros políticos del oficialismo de entonces que contaba con algo de más imagen positiva que negativa, y tenía todo un aparato de intendentes municipales y punteros barriales en el Gran Buenos Aires tan aceitado, que le permitían ser un candidato con posibilidades ciertas.
Sin embargo, el 27 de enero de 1997 fue hallado el cadáver calcinado del fotógrafo José Luis Cabezas en la localidad atlántica de General Juan Madariaga, dentro de un auto Ford Fiesta incendiado, con las manos esposadas a la espalda y dos tiros en la cabeza. El asesinato ocurrió días después de que el periodista gráfico tomara, para la revista Noticias, las primeras fotos públicas del empresario Alfredo Yabrán, objeto de una investigación periodística sobre la presunta implicación en casos de corrupción. La investigación empezó apuntando, de todos modos, a una interna de la policía bonaerense que, haciendo foco en una de las mayores demandas de los habitantes de Buenos Aires, estaba siendo fuertemente purgada y modernizada. Se hablaba de que a Cabezas lo habían matado por investigar la pista de unos policías que traficaban drogas en la Costa Atlántica. La acusación llegaba al propio gobernador de la provincia, al que siempre se lo relacionó con el narcotráfico. Pero luego de llegar a un punto muerto, la investigación apuntó al empresario y a su oscura relación con el Gobierno nacional, donde tampoco faltaban las sospechas de nexo con el tráfico de estupefacientes.
En una sesión del congreso de 1995, el entonces ministro de economía denunció a Yabrán como una suerte de líder mafioso, con protección política y judicial del propio presidente. En este momento el empresario se hace conocido para el público en general, aunque su identidad era desconocida en gran medida y la prensa no contaba con ninguna foto de él. Legalmente, Yabrán sólo declaraba poseer unas pocas empresas de poca importancia, pero Cavallo lo acusaba de manejar, mediante testaferros (especialmente Luis alberto Acosta y hermanos), otras compañías más importantes. Entre ellas, el Correo OCA (que manejaba el 30% del mercado postal argentino), Edcadassa (empresa que maneja los depósitos fiscales), Ocasa, la compañía de transporte y logística Villalonga Furlong, Intercargo (rampas) y Interbaires (Free shops). Estas empresas se vendieron a poco de que estalle el caso Cabezas al Grupo Exxel por 605 millones de dólares. Dicho grupo niega que Yabrán haya sido el vendedor y borraron el Cuarto Grupo inversor (Fund IV) del sitio oficial de la empresa. La acusación principal contra Yabrán era que sus empresas de transporte, logística y seguridad eran utilizadas para ocultar tráfico de drogas, armas y lavado de dinero.
Mientras el gobernador bonaerense acusaba al presidente de haberle "tirado del muerto", ambos se enlodaron en una pugna interna que partió el Peronismo en dos. Podríamos decir tres, porque parte del frente opositor había resistido la derrota electoral del 95 -en verdad, ese frente tenía menos de peronista que entonces, ya que luego de aquella elección varios cuadros habían decidido volver al oficialismo-. El Frepaso crecía así en imagen pública. Cada vez más apoyados en el discurso anti-corrupción y más lejos de las prédicas contra el neoliberalismo, se acercaron al radicalismo que aún mantenía gobernaciones e intendencias municipales -o sea, tenía un aparato electoral de alcance nacional- y alguna que otra figura con algo de prestigio público: nacía la Alianza. Pocos meses después llegó la primera prueba electoral para la alianza electoral y el resultado fue más que auspicioso: los aliados derrotaron a la esposa del gobernador bonaerense en su territorio -el Peronismo no perdía en la provincia de Buenos Aires desde 1985- y empardaban con el oficialismo a nivel nacional. Tampoco aquí podemos decir que la muerte de Cabezas fue lo que definió la elección del 97, pero está claro que signó aquel año político.
Ya instalados en el siglo XXI una nueva muerte conmueve un verano de año electoral en la Argentina. No sabemos aún si será el punto de inflexión definitivo. Pero sostenemos que lo que pudo haber sido un episodio apenas payasesco de nuestra (falta de) política exterior -quedamos pedaleando en el aire luego de que Estados Unidos e Irán se unieron para combatir a los fanáticos jihadistas sunitas- derivó en una tragedia que conmueve la estantería política. El asesinato del fiscal Nisman, justo el día anterior de la presentación en el Congreso de la denuncia -acaso excesiva que involucraba a la presidenta en persona, y a la banda de marginales que utilizó para enlodar, aún más, a su administración- dejó al Gobierno y a su aparato de comunicagación en babia y en una posición cada vez más autoincriminadora. Fue el turno del festival de dislates e improvisaciones que amenazan con llevarse puesto su gobierno. Queda por suerte sostenido por la limitada paciencia de una sociedad de reflejos controlados, y por la persistencia de una oposición que parece estar más cómoda en su estado pasivo. Una oposición inofensiva y envuelta que se acostumbró a funcionar sólo a través de la explotación de las equivocaciones del Gobierno. Que es quien mantiene, en sus peores momentos, la iniciativa. Aunque sea para enlodarse más y más.
La versión de los hechos que difundieron Cristina Kirchner y sus ministros se asemeja a una coartada mal ensayada desde la noche en que el fiscal apareció con un tiro en la cabeza en su departamento de Puerto Madero. Lo alarmante no es que lo digan por ahí la ex esposa de Woody Allen o una vieja campeona de tenis, sino que las suspicacias de que el Gobierno pudo tener algo que ver en la tragedia de Nisman se extiende por la Argentina y por el mundo a medida que la Casa Rosada se convierte en una usina de desinformación. Porque desde el 18 de enero no pueden más que ir detrás de los hechos. Gana espacio, así, una deducción simplista, como la que haría el espectador de un thriller americano: el fiscal que denuncia a un poderoso aparece muerto horas antes de revelar sus pruebas; en medio del escándalo el poderoso da una y otra vez explicaciones que se prueban incorrectas; ¿quién pasa a ser el principal sospechoso?
La versión de los hechos que difundieron Cristina Kirchner y sus ministros se asemeja a una coartada mal ensayada desde la noche en que el fiscal apareció con un tiro en la cabeza en su departamento de Puerto Madero. Lo alarmante no es que lo digan por ahí la ex esposa de Woody Allen o una vieja campeona de tenis, sino que las suspicacias de que el Gobierno pudo tener algo que ver en la tragedia de Nisman se extiende por la Argentina y por el mundo a medida que la Casa Rosada se convierte en una usina de desinformación. Porque desde el 18 de enero no pueden más que ir detrás de los hechos. Gana espacio, así, una deducción simplista, como la que haría el espectador de un thriller americano: el fiscal que denuncia a un poderoso aparece muerto horas antes de revelar sus pruebas; en medio del escándalo el poderoso da una y otra vez explicaciones que se prueban incorrectas; ¿quién pasa a ser el principal sospechoso?
El asesinato del fiscal Alberto Nisman conmueve y enluta a la sociedad argentina y despoja al gobierno Ladricorporativista de legitimidad moral. El Caso Nisman hoy es mucho más gravitante que su investigación. Nadie lo veía al doctor Nisman con muchos deseos de suicidarse. Al contrario, aparecía como bastante acelerado y saludable. Se registró probablemente un exceso de “tapones de punta”. Los políticos y los enternecedores periodistas encuadrados se obstinaron en demostrar que Nisman -un “pobre muchacho”- se suicidó porque no podía "bancar la parada". En el hundimiento, entre el grotesco y el bochorno, La Jefa hizo incinerar hasta a su máxima fortaleza. Sus diputados, numéricamente suficientes para aprobar la demencialidad que fuera. Infantilmente los diputados descontaron, de frente a los televisores, la tesis de la inducción al suicidio. Mientras lo que necesitaba saber la sociedad era por qué habían asesinado al fiscal que en bloque descalificaban aún después de fallecido. Debían cuidarlo a Nisman como si fuera de cristal. Que ni siquiera se les resfriara. Por incompetencia, deben hacerse cargo, ante la historia, del muerto.
© carlitosber.blogspot.com.ar, Febrero 7 MMXV
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